Luego de unos días de viaje por las Highlands, la región más espléndida de Escocia, rodeados de majestuosas montañas, valles, lochs y cascadas, donde solo se escucha la voz de la naturaleza, se acercaba la hora de volver a sumergirnos en una gran ciudad, la más grande del país: Glasgow.
Abandonamos las Tierras Altas de Escocia en Glencoe. Desde allí un viaje de dos horas por carretera panorámica nos separaba de la popular Glasgow. Pero esas dos horas nunca son dos horas, cada tantos kilómetros un paisaje te roba el aliento y decides parar.
Así fue cómo decidimos detenernos en el Loch Lomond, un impresionante lago que forma parte del Parque Nacional Lago Lomond y los Trossachs, uno de los dos parques nacionales de Escocia. Para nuestra sorpresa, el terreno entre la ruta y el lago era perfectamente accesible, así que decidimos acercarnos a la orilla y quedarnos allí a contemplar ese paisaje por un rato.
El día estaba lindo, pero no hay que olvidar que en Escocia sale el sol, más tarde llueve, luego vuelve a salir el sol, y al rato vuelve a llover. Pero en ese momento estaba soleado, el aire se sentía seco y los 12 grados se llevaban bien con campera y botas.
El momento se sentía especial, el único sonido era el de nuestras pisadas crujiendo en el pedregullo. Nos sentamos en la orilla a mirar cómo, en el horizonte, el agua formaba una línea recta contra las montañas. Lo mirábamos tanto como si con ello pudiéramos guardarlo en nuestra vista para siempre. Era el último contacto con la naturaleza en estado puro y había que aprovecharlo.
Ya nos habíamos mojado las manos, el agua estaba helada, pero era tan lindo de ver cuán transparente era que, aunque nos quedaban los dedos rojos, igual queríamos seguir.
Las piedras de la orilla eran ideales para jugar a “hacer sapitos” y, mientras el agua que salpicaba en cada salto se volvía quieta, una sensación de felicidad y agradecimiento me envolvían por completo. Y cuánto más feliz uno se siente, menos miedos tiene y más aventuras quiere conquistar.
De repente, cuando ya casi éramos parte del paisaje, el sol empezó a brillar con más fuerza y a calentar un poquito más el aire.
“¿Y si nos metemos? Estamos en un lago en Escocia, es ahora o nunca”.
Las ganas sobraban, pero de solo pensarlo se nos helaba el cuerpo. ¿Cómo íbamos a soportar el frío? No creo que nos haya tomado más de un minuto decidirnos, cuánto más lo pensáramos más excusas íbamos a encontrar.
Subimos por las rocas que nos separaban del auto y allí, al lado de la ruta por donde el tránsito seguía con normalidad, empezamos la rápida y difícil tarea de ir abandonando botas, camperas, buzos, medias… todo. Ahora solo el traje de baño nos separaba de aquellos 12 grados que ya parecían bajo cero. Pero eso aún no era nada, faltaba lo peor.
Como si entrar en puntas de pie sirviera de algo en un lago de uno o dos grados, fuimos entrando centímetro a centímetro. La sensación era como de agujas en la piel, pero, sin embargo, no podíamos dejar de reírnos.
No pasó mucho más hasta que nos dimos el tan ansiado chapuzón ¡qué frío por favor! El agua estaba tan helada que al salir parecía que hacía calor. Nos envolvimos en las toallas y nos fuimos a cambiar corriendo, nunca ponerme las medias había sido tan placentero. Y con la calefacción del auto a todo lo que da nos despedimos del Loch Lomond.
Mi madre siempre me cuenta que, en la playa, yo no salía del agua hasta no tener los labios morados. Cuando somos niños buscamos menos excusas y nos arriesgamos más, cuando somos niños nos animamos, aprovechamos, no le damos tantas vueltas al asunto.
La buena noticia es que siempre podemos volver a pensar como niños, aunque sea por un rato.
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