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LO QUE ME PERDÍ EN EL CAMINO A EL NIDO


Por aquellos días en los que solo se hablaba de Manny Pacquiao y su pelea contra Mayweather llegamos a Filipinas para emprender nuestro viaje a El Nido. El plan: volar desde la capital, Manila, hasta Puerto Princesa, capital de la Isla de Palawan, y de allí contratar una de las tantas camionetas que llegan a El Nido en 4 horas.


Pasamos la primer noche en Manila y coordinamos un taxi al aeropuerto para el día siguiente y, aunque habíamos acordado el precio, cuando llegó la hora de pagar, misteriosamente, la tarifa era casi el doble. Con la promesa (cumplida) de que volveríamos en unos días a contratar el mismo servicio pagamos el precio acordado y nos embarcamos rumbo a Puerto Princesa.


Con el historial de vuelos aún casi vacío nuestro encuentro con el aeropuerto de Puerto Princesa fue uno de los más interesantes. Por fuera, a pesar de que el óxido venía ganando la pulseada, un tanto prometedor. Por dentro, una habitación con una cinta para equipaje y los baños. Nada más.


Al salir del aeropuerto la desértica zona que caracteriza la entrada se transforma en un campo de batalla. Cual famosos esquivando paparazzis vamos abriéndonos paso entre quienes nos quieren vender el viaje en camioneta. Era lo que habíamos planeado pero, conociendo algunos de sus trucos, nos hicimos los desinteresados e intentamos negociar el precio.


- Amigo, amigo de Uruguay. Para Usted, 500 pesos, porque son amigos.

- No no, muy caro.

- Va en camioneta, cómodo, con aire acondicionado, el bus demora 2 horas más y la camioneta esta saliendo ya, ya, ya.


Empezamos a dudar ¡la camioneta se nos iba ya! Algo teníamos que hacer.


- Bueno, pero es muy caro.

- 450 pesos y nos vamos corriendo porque se va la camioneta en 5 minutos.


Era nuestra oportunidad, habíamos llegado justo para alcanzar la camioneta y además habíamos regateado. ¡Nuestro primer descuento, llegamos a Asia!


Salimos corriendo con las valijas y mochilas hacia donde estaba la camioneta, casi sin mirar nada más, porque se nos iba. Al llegar al lugar, una especie de restaurante, el encargado de estos traslados nos dice que ya llega la camioneta para irnos a El Nido. Nos quedamos parados, no nos íbamos a sentar por 5 minutos. Pasaron 10 minutos. Pasaron otros 10. Nos sentamos. Usamos el WiFi. Preguntamos por la camioneta. Esperamos otros 60 minutos. Mientras tanto, el hambre se hacía presente y pedimos a la barra unas hamburguesas, comunes. Aún éramos inocentes, no sabíamos que las comunes no eran comunes y que siempre traían alguna salsa y el clásico pepino. Cuando está lista la hamburguesa llega la camioneta, la que se estaba yendo, la que demoró más de una hora, llegó cuando nos servían las hamburguesas.


Nos fuimos subiendo a la camioneta, nosotros quedamos en el fondo, las rodillas pegadas al asiento de adelante y los bolsos encastrados por todas partes. El hambre cada vez se sentía más así que comimos nuestras hamburguesas en unos minutos mientras aún se subía el resto. El gusto raro de aquella salsa y no encontrar acomodo para mis piernas me iba, poco a poco, empezando a molestar.


El viaje comenzó y un nuevo escenario se asomaba por las ventanas, con los ojos bien abiertos y la curiosidad de un niño los primeros minutos me mantuve entretenida. Pero a medida que avanzábamos en aquellas sinuosas carreteras la salsa rara pasó factura, o al menos eso era lo que yo pensaba. Lo cierto es que las nauseas se apoderaron de mí de una forma incontrolable e intenté apoyar la cabeza en la mochila de 14 kilos que llevaba en la falda. No llegué a tiempo de hacerlo voluntariamente, simplemente me desmayé. El calor cada vez se sentía más aunque yo transpiraba frío. Mitad dormida mitad inconsciente pasaron las primeras 2 horas del viaje e hicimos una parada en un restaurante donde intenté recuperarme con una Coca Cola. La idea de que aún faltaran 2 o 3 horas me torturaba.


Volviendo a la rutina de los desmayos y las siestas llegamos a El Nido y aunque nos habían prometido el traslado hasta cada hotel aquello se parecía más a un estacionamiento. Efectivamente era un especie de terminal de tuk tuks o triciclos que pretendían llevarnos hasta nuestro hotel. Todos los que viajábamos en la camioneta reclamamos lo que nos habían prometido y así lo cumplieron.


Luego de unos maravillosos días en este sitio, que parece sacado de una película de ciencia ficción, con algunos eventos de por medio para no decir vómitos, llegó el momento de partir. Esta vez decidimos hacerlo en los buses que por alguna razón todo el mundo descalificaba.


Nosotros optamos por el Cherry Bus con aire acondicionado que salía PHP 430 (menos de USD10). El bus estaba impecable, los asientos eran súper cómodos, salimos en hora, nos pusieron una película y demoró menos de 6 horas. De todos modos tuve que dormir parte del viaje porque algunas nauseas seguían en la vuelta.


Días más tarde, y cuando ya andábamos por Japón, me vengo a dar cuenta de que ¡me estaban haciendo mal las pastillas contra la Malaria! Y sin más las tuve que dejar.


Durante la estadía disfruté de los mejores paisajes que vi en mi vida pero del camino no me pregunten.

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