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LO MEJOR DE MI VIAJE A COPENHAGUE [ PARTE 3 ]

Habíamos leído por ahí que el Tivoli era el parque de diversiones activo más antiguo del mundo, sin embargo, el famoso parque, aunque en funcionamiento desde 1843, se ordena en el cuarto lugar del ranking. La delantera la lleva el Bakken fundado en 1583, otro parque danés ubicado a tan solo 15 minutos de Copenhague.

Aunque no encabezara la lista, el Tivoli seguía siendo un parque muy antiguo y la atracción turística más visitada de Dinamarca, razones suficientes para que nos entrara la curiosidad de visitarlo. Aunque cada día esté más aventurera, lo cierto es que todo esto de las montañas rusas, barcos piratas y armazones de hierro que dejan a la gente cabeza abajo a cincuenta metros de altura no es lo mío. Yo más bien iba entusiasmada con ver la decoración, algún espectáculo y ver con qué excusa me subía a alguno de los juegos para niños.


Debo confesar que hicimos una fila de media hora para subir a la montaña rusa y cuando llegó el momento... me arrepentí. Tuvimos que pasar por todas las personas que estaban detrás nuestro, pidiendo permiso una a una. ¡Cosas que pasan! Pero sí me animé a subir a la rueda gigante y, aunque trataba de no mirar mucho hacia abajo, desde arriba había una vista del parque espectacular.


El Tivoli tiene, además, entretenimiento para todo tipo de público y creo que aún sin participar de ningún juego se puede disfrutar. Cuenta con algunos espectáculos al aire libre, puestos de snacks, restaurantes temáticos, juegos de destreza como los típicos de kermesse y zonas ambientadas con distintos estilos.


Para despedirnos, vimos el final de un show de ballet y payasos en un escenario que al cerrar el telón se convertía en pavo real. Al salir del parque, ubicado en pleno centro, pasamos por el popular supermercado Irma, donde a pesar de estar lleno de gente no se oía ni una sola voz. El plan para la noche era cocinar en la cabaña.


Después de decidirnos por ravioles a la carusso lo difícil fue descifrar cuál podía ser la crema doble. Los ravioles, los champiñones, el jamón y el queso eran fáciles para darse cuenta, pero entre los lácteos no sé sabía qué era qué. Fuimos descartando los que parecían ser yogur o leche saborizada hasta que optamos por uno y le acertamos (o al menos quedó rico).


Con el alegre canto del gallo abrimos los ojos de nuestra última mañana en Dinamarca y con el aroma a pan recién tostado de unos refuerzos de jamón y salame nos despedíamos de Farum y de nuestra cabaña. Aprovechando unos mandados de los propietarios rumbo a Copenhague, emprendimos viaje hacia el centro de la ciudad. Nuestro primer destino sería el puerto de Nyhavn, donde habíamos cenado la primera noche, pero ahora para verlo de día y poder tomar la tradicional foto de las famosas fachadas de colores.


Sabiendo que andaríamos con el bolso a cuestas, la mañana estaba estratégicamente planificada para no caminar mucho pero seguir conociendo, la solución: el paseo del Gran Canal. Recorrimos los canales durante una hora en una lancha enorme donde unos cien pasajeros van mirando de izquierda a derecha según las indicaciones del guía, un hombre de melena rubia que explicaba todo en danés, inglés e italiano.


El bote va lento y aminora la marcha en los lugares más emblemáticos de la ciudad, la casa donde vivió Hans Christian Andersen, La Opera, la Catedral de Marmol, los palacios y otros edificios de importancia histórica. Un grupo de señoras españolas había venido cuchicheando y parloteando todo el paseo pero cuando el guía avisó que prepararan las cámaras porque llegaba el momento que todos estábamos esperando, creí que se tiraban del barco. Era la Sirenita.


Voy a tratar de ser lo más noble posible con la pobre Sirenita, voy a reconocerle que tenga un gran significado para la cultura danesa e inclusive la mundial, pero lo cierto es que la pequeña escultura de bronce, de poco más de un metro de altura, se pierde entre la multitud que intenta fotografiarla y tomarse selfies con ella. Es mucho más interesante leer su historia en Wikipedia. Personalmente, me siento satisfecha con haberla visto de lejos desde el bote y haber comprado una postal con su imagen para mis abuelas. Tuve la misma sensación de cuando conocí al diminuto Manneken Pis de Bruselas.

Al bajar de la lancha hicimos las típicas fotos de las fachadas de colores y nos fuimos rumbo a la parada del bus para volver a casa. De camino buscamos un tesoro con nuestra app de Geocaching y nos mandamos un aperitivo con el sandwich que había sobrado. ¿Quién dice que en Copenhague no se coma refuerzo de salame?


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