Dicen que para la primera impresión solo hay una oportunidad.
Pero, seamos honestos. Una primera impresión no siempre es lo que parece.
Así como en todos los aspectos de la vida, cuando estamos de viaje muchas variables condicionan nuestra experiencia en un nuevo destino. Tal fue la suerte de la pobre Madrid conmigo, que logró la etiqueta de "volvería solo si me ganara un pasaje".
Pero las vueltas de la vida me han regalado un par de horas en la capital española mientras espero el vuelo a Berlín ¿Por qué no darle otra oportunidad?
Llegué al magnífico y gigantesco aeropuerto de Barajas a las 6 de la mañana con una valija de casi 25 kilos, un bolso de mano, una cartera y bastante abrigo. Para no convertir mi paseo en una pesadilla, había averiguado sobre el sistema de consignas para dejar todo el equipaje y salir de manos libres. Aquí está toda la información de precios y condiciones. Además quería hacer un poco de tiempo para no llegar tan temprano al centro.
Después que ya estuve cómoda como para salir a disfrutar de un día de 25 grados, seguí los carteles hasta llegar a la zona del tren/metro. En el escritorio de informes me ayudaron para decidir cuál era la mejor forma para llegar desde el aeropuerto hasta la estación Sol, desde donde comenzaría mi itinerario.
Esta segunda vez ya se empezaba a sentir diferente, era la primera vez que viajaba completamente sola.
Y no sentía miedo, sentía satisfacción.
Aunque no tenía un plan muy detallado, sabía lo que quería: evitar los íconos turísticos que no me habían llamado la atención la primera vez, comer en sitios locales y enfocarme en las personas y su vida cotidiana.
Luego de un rápido recorrido en las lineas C1 y C4 de Renfe, llegué a la estación Sol y subí entusiasmada las escaleras que conectan la plataforma con el mundo exterior, intentando recordar cómo lucía la última vez que había estado allí.
Todo parecía igual en la Puerta del Sol, la fuente en el centro, la Casa de Correos y su reloj a un lado, la estatua del Oso y el Madroño del otro y el impactante cartel de "Tío Pepe". Pero esta vez me detuve unos minutos a observar a la gente.
Un grupo de chinos rodeaba la estatua del oso, la tocaban, se sacaban selfies y de vez en cuando escuchaban al guía que los acompañaba. Otros posaban frente a la estatua y se sacaban fotos (que les salían llenas de otros turistas).
En la fuente se sentaban un montón de personas, parecían locales, como si estuvieran esperando, la mayoría miraba sus celulares.
La mayor atracción hasta entonces, para mí, era mirar a los vendedores de imitaciones de carteras y remeras de futbol y captar los gestos, las señas y sus técnicas para estar alerta de la policía.
La primer parada de mi recorrido gourmet fue en el Café Rodilla, en la esquina misma de la plaza. Allí comí un tostado, una torta de zanahoria y un jugo de naranja.
Con el corazón contento, comencé a caminar en dirección a la Plaza Mayor, donde recordaba que la última vez me había gustado mucho los bares y restaurantes que colocaban sus mesas sobre la plaza y los vendedores de monedas y otras antigüedades. Esta vez los vendedores aún no estaban, era muy temprano, pero los bares ya estaban instalados.
Entre las baldosas de la plaza y los comercios que la rodean se extiende un corredor techado con columnas antiguas y de ellos surgen varias callecitas que se transforman en lugares de encanto para los turistas sabios.
A lo lejos se veía venir un señor de no menos de 80, a paso rápido, vestido de traje. A pocos metros, una mujer levantando la cortina de hierro de un comercio de abanicos y cosas típicas: "No corras papá, por favor, a ver si hoy empezamos tranquilos. Tú te tranquilizas y nos dejas trabajar tranquilos a todos".
Con una mueca similar a una sonrisa seguí caminando.
Aleatoriamente tomé una de las salidas y me topé con un lugar fascinante que no había conocido la primera vez: el Mercado de San Miguel. Con su arquitectura de principios del siglo XX, el mercado recibe al público con su estructura orginal de hierro pero ambientado con las tendencias más modernas de decoración y gastronomía.
Fui recorriendo cada stand pensando que no faltaba mucho para mi próxima degustación de comida local hasta que nuevamente un grupo de chinos captó mi atención. Los chinos siempre andan en grupos numeros y suelen hacer mucho barullo, por eso se reconocen enseguida.
Estaban enloquecidos con una vitrina que, a lo lejos, ofrecía cosas verdes. Al llegar, les di la razón, la especialidad eran aceitunas rellenas. Unas aceitunas prácticamente del tamaño de un huevo duro (o tal vez no tanto) rellenas con fiambres, pollo, salmón, salchichas, dátiles o verduras. Un euro cada una.
Hasta ahora Madrid me estaba encantando y no podía dejar de pensar en cuánto la había menospreciado. Cada callecita que tomaba era una sorpresa: casonas antiguas, jardines florecidos, bares legendarios, gente viviendo su día a día. Y todo porque siempre como turistas queremos tachar los sitios famosos de una lista de imperdibles. La famosa Puerta de Alcalá, discúlpenme, pero no le veo gracia. Y encima queda en la mitad de la calle y es complicado hasta para tomarle una foto sin que te salga un auto por delante.
La Plaza de Toros, una aberración de la cual ni voy a hablar. En fin, esta vez, me dejé cautivar por lo sencillo, me permití no tener un plan ni la ansiedad de llegar a ese punto de una lista que poco a poco va perdiendo sentido.
Seguí caminando hasta llegar al Palacio Real, la última vez lo había visto en la tarde, así que fui a ver si por la mañana algo lucía distinto. No recuerdo si le vi algún cambio, pero fue lindo estar allí y poder contemplar la inmensidad del palacio mientras un señor tocaba clásicos con el acordeón. En frente otra pieza de arquitectura espectacular, la Catedral de la Almudena.
Andando llegué al barrio La Latina, donde también entré a un mercado, pero esta vez más de barrio, como para comprar las verduras o el pescado. Algunos locales estaban cerrados pero igual estaba interesentante de recorrer. A unos metros se encontraba el Teatro La Latina y la estación de metro del mismo nombre. Minutos más tarde, me volví a sorprender con un bar de "bocadillos y montados" que se dejaba ver a través de unos puestos de flores: la Taberna Tirso de Molina. Allí me senté para almorzar y pedí un montado de jamón crudo, un sandwich en pan baguette untado con pasta de tomate.
Después de descansar un rato, seguí recorriendo hasta llegar nuevamente hasta la Puerta del Sol, pero esta vez para tomar la Calle de la Montera que desemboca en la Gran Vía. En la primera, hay tiendas pequeñas y restaurantes y es bastante bonito para sentarse a mirar un rato y por qué no, comer algo dulce o tomar un trago. Yo opté por un brownie en el Café Prioritè. Después de pagar me fui hasta la esquina para ver el infernal tránsito de la Gran Via, una ancha aveniada repleta de grandes tiendas de moda, cines y hoteles.
Despidiéndome de una Madrid preciosa, volví unas cuadras hacia atrás hasta la estación Sol para tomar el RENFE hasta el Aeropuerto y seguir viaje hasta Berlín, aún sin convercerme de que desde hacía unas horas estaba en otro continente.